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Testimonio

  • Foto del escritor: Mary
    Mary
  • 5 mar 2018
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 11 sept 2019

Soy una joven que creció en una familia Católica, soy la mayor de tres hijos y tengo la bendición de vivir con ambos padres y mis dos hermanos.


Siempre fui diferente, no encajaba en ningún lugar por lo que nunca me sentía cómoda excepto cuando estaba en casa. Durante mis años de escuela hice muy pocos amigos y por circunstancias el Señor empezó a sembrar su llamado a través de la danza.


Ese era mi lugar, la clase de danza, el único lugar además de mi casa, donde me sentía yo misma. Para una niña de 7 años que había anhelado bailar, era un sueño hecho realidad, y a pesar de mis limitaciones físicas era algo que amaba y disfrutaba.


En mí último año de escuela un accidente cambió la rutina de mi familia, transformó nuestras vidas y fue el momento donde empecé a ser más independiente, a pedir menos ayuda y a ser más cautelosa con mis emociones mientras había gente a mi alrededor. Priorizar las necesidades de los otros antes que las mías.


Cuando entre al colegio la situación no cambió, seguía sintiéndome fuera de lugar y la presión y el cansancio me vencieron por lo que decidí dejar de bailar. Al final del primer año de colegio otra prueba familiar iba a marcarme con mucha fuerza, me alejé aún más de mis padres, por el temor de ser una carga, incluso más pesada, para ellos.


Durante los dos siguientes años, las amistades que hice no fueron las más apropiadas y descubrí cosas y viví situaciones que para muchos serían inimaginables y aterradoras. Cuando entré a cuarto año del colegio decidí regresar a bailar, mi alma anhelaba estar en el salón de baile y poder ser libre ahí luego de ser oprimida por tanto tiempo. Durante las tardes hablaba con mis amigas, reía y disfrutaba de las clases, mientras que en las mañanas escuchaba las burlas de mis compañeros a diario.


El siguiente año por motivos de salud tuve que dejar de bailar, pero en mi corazón había quedado ese espina.


En último año de colegio elegí danza como mi carrera, pero la presión social y familiar me hizo abandonar mi sueño una vez más. Luego de un tiempo me armé de valor y le dije a mis papas que no iba a cambiar de opinión, he hice todo lo posible por ser aceptada en la carrera de Danza, lo cual al final sucedió.


El primer año lo disfrute, me sentía yo y, a pesar de la presión que se vive en un ambiente así, todas las mañanas me levantaba entusiasmada por ir a clases y bailar hasta el cansancio. El segundo año fue totalmente lo opuesto, una lucha constante contra el desgano y el enojo. Llegue al punto de odiar el baile, y una vez más mi salud me pasaba la factura y me obligaba a retirarme.


Luego de tomar esa decisión seguí asistiendo a mis clases teóricas, pero mi enojo y resentimiento era tan profundo que apenas podía ver sin amargura a los pocos maestros con los que aun tenia clase. En mi casa era muy difícil aceptar la situación por lo que la relación con mis papas era más lejana que nunca.


Cuatro meses después decidí regresar a donde todo había iniciado, la academia donde mis papas me había llevado la primera vez, pero esta vez era mi decisión y mi responsabilidad.



A los pocos días de entrar me di cuenta que se estaban preparando para una presentación, y decidí aceptar la invitación, a partir de ese momento el Señor empezó a actuar en mi vida, hablándome a través de las coreografías y recordé la razón de mi amor por la danza, el porque El me dio este don tan hermoso, para poder servirle y contarle a los demás historias y hacerlos sentir amados.


En ese momento entendí que la danza era la forma en la que el se comunica conmigo y la forma en la que puedo hablar con Él sinceramente, pude entender que cada danza, cada personaje que debo representar es una escuela espiritual, es la forma en la que el me educa para crecer en fe y poder ser una mejor cristiana cada día y que este proceso es para que yo pueda bendecir a otros a través de mis experiencias y testimonios.









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